jueves, 2 de febrero de 2012

El rito salvaje (5/05/2010)


Era aún mejor que en mis sueños.
Por momentos, el aire se volvía de cristal, para luego ser humo, para así viajar en nuestros interiores.
Ninguno de los dos podíamos comprender lo real de tener al otro allí, respirando del mismo aire, exhalando una misma bocanada. No nos interesaba, ni más ni menos. Si, al final de cuentas, estábamos allí por haber desafiando las leyes de la racionalidad. Ninguno de los dos sabíamos qué iba a suceder. Y eso era parte de la magia.

Mis manos insistían en probar que están hechas para viajar por su piel, y yo no me opuse a nada que el corazón sintiese. Cerraba los ojos, y dejaba al cuerpo jugar por sí solo. Jugar.
Antes del ritual, las miradas se cruzaron, y una sonrisa se esbozó. Un hilo invisible que nos unía, nos atrajo a escasos milímetros del otro. Nos unió. El confiaba en mi imaginación, y yo sentía suficiente placer como para dejarla fluir. Nuestras bocas eran ahora una, y resonaban en la habitación, haciendo de nuestra danza, lo único en el universo. Las manos viajaban sobre los hombros, y sus brazos me atrapaban, para no soltarme más, me atrapaban con la euforia de recorrer los dedos y las palmas de las manos sobre mi piel. Una gota de sudor, y otra. Un susurro en el oído. Un gemido. Las piernas enredadas, los pies bailando. Ahora sí era yo, ahora sí el amor que tenía dentro llegaba hasta él, para volver transformado hacia mí, conectado a su belleza.

La noche se extendía, y los relojes se derretían. No había tiempo. La burbuja espacial en la que moríamos, para renacer de las cenizas, remontando vuelo hacia el ardor, era la única capaz de darnos lo que necesitábamos para mantenernos vivos.

Tomé sus manos, y lo miré a lo verde de sus ojos. Le charlé largo rato, pero sin voz y sin palabras. Y el sonreía, para decirme que entendía todo lo que le decía, mirándolo. Con un dedo, conté los lunares de su cara. Intenté memorizarlos. Pero fue inútil, mi boca volvía a terminar enredada, siendo una con la suya. Y la danza de las manos y las piernas, al unísono, volvía a invocarse.

Una y mil veces, te dije te amo, temía que lo olvides. Otras miles de veces, te tomé de la mano. Y eso fue para sentirte más aún a mi lado. Cuando el ritual comenzaba, la música y el fuego en mi mente terminaba proyectada en esos dos cuerpos desnudos, hechizados. No había principio ni final. Y lo agradecí, lo sentí. El cosquilleo en el pecho, el corazón latiendo, y las mariposas en el estómago. Yo resonaba, ilimitada, en tus brazos, tal cual mi verdad era, tal cual mi amor nacía y vivía en vos. Y vive. Vos y el rimbombante sabor, de unos besos mojados, justo a tiempo, recibían los aplausos de mis labios. Ahora no hay principio ni final. Y te digo te amo, porque siento hacerlo. Para poder volver a mirarte a los ojos. Yo se que no lo vas a olvidar.

Una gota de tiempo, un terrón de azúcar en el té. Orgasmos múltiples sellados en las paredes de la cómplice habitación que nos había visto, victoriosos, amándonos. Abrazados despertamos, no había manera de explicarlo. El placer y la lujuria del rito salvaje, decían que nuestros cuerpos y sus rasgos encajaban como piezas de rompecabezas. Nos decían que teníamos el don de encontrar el punto justo, para hacer al otro explotar de amor. El punto justo para encender la llama de la pasión, avivarla, y que nunca extinga.   

No hay comentarios: