Era aún mejor que en mis sueños.
Por momentos, el aire se volvía de cristal, para luego ser
humo, para así viajar en nuestros interiores.
Ninguno de los dos podíamos comprender lo real de tener al
otro allí, respirando del mismo aire, exhalando una misma bocanada. No nos
interesaba, ni más ni menos. Si, al final de cuentas, estábamos allí por haber
desafiando las leyes de la racionalidad. Ninguno de los dos sabíamos qué iba a
suceder. Y eso era parte de la magia.
Mis manos insistían en probar que están hechas para viajar
por su piel, y yo no me opuse a nada que el corazón sintiese. Cerraba los ojos,
y dejaba al cuerpo jugar por sí solo. Jugar.
Antes del ritual, las miradas se cruzaron, y una sonrisa se
esbozó. Un hilo invisible que nos unía, nos atrajo a escasos milímetros del
otro. Nos unió. El confiaba en mi imaginación, y yo sentía suficiente placer
como para dejarla fluir. Nuestras bocas eran ahora una, y resonaban en la
habitación, haciendo de nuestra danza, lo único en el universo. Las manos
viajaban sobre los hombros, y sus brazos me atrapaban, para no soltarme más, me
atrapaban con la euforia de recorrer los dedos y las palmas de las manos sobre
mi piel. Una gota de sudor, y otra. Un susurro en el oído. Un gemido. Las
piernas enredadas, los pies bailando. Ahora sí era yo, ahora sí el amor que
tenía dentro llegaba hasta él, para volver transformado hacia mí, conectado a
su belleza.
La noche se extendía, y los relojes se derretían. No había
tiempo. La burbuja espacial en la que moríamos, para renacer de las cenizas,
remontando vuelo hacia el ardor, era la única capaz de darnos lo que
necesitábamos para mantenernos vivos.
Tomé sus manos, y lo miré a lo verde de sus ojos. Le charlé
largo rato, pero sin voz y sin palabras. Y el sonreía, para decirme que
entendía todo lo que le decía, mirándolo. Con un dedo, conté los lunares de su
cara. Intenté memorizarlos. Pero fue inútil, mi boca volvía a terminar
enredada, siendo una con la suya. Y la danza de las manos y las piernas, al
unísono, volvía a invocarse.
Una y mil veces, te dije te amo, temía que lo olvides. Otras
miles de veces, te tomé de la mano. Y eso fue para sentirte más aún a mi lado.
Cuando el ritual comenzaba, la música y el fuego en mi mente terminaba
proyectada en esos dos cuerpos desnudos, hechizados. No había principio ni
final. Y lo agradecí, lo sentí. El cosquilleo en el pecho, el corazón latiendo,
y las mariposas en el estómago. Yo resonaba, ilimitada, en tus brazos, tal cual
mi verdad era, tal cual mi amor nacía y vivía en vos. Y vive. Vos y el
rimbombante sabor, de unos besos mojados, justo a tiempo, recibían los aplausos
de mis labios. Ahora no hay principio ni final. Y te digo te amo, porque siento
hacerlo. Para poder volver a mirarte a los ojos. Yo se que no lo vas a olvidar.
Una gota de tiempo, un terrón de azúcar en el té. Orgasmos
múltiples sellados en las paredes de la cómplice habitación que nos había
visto, victoriosos, amándonos. Abrazados despertamos, no había manera de
explicarlo. El placer y la lujuria del rito salvaje, decían que nuestros
cuerpos y sus rasgos encajaban como piezas de rompecabezas. Nos decían que
teníamos el don de encontrar el punto justo, para hacer al otro explotar de
amor. El punto justo para encender la llama de la pasión, avivarla, y que nunca
extinga.
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