martes, 28 de enero de 2014

Se desintegra el puente al llegar a la felicidad

Estoy masticando éstas letras,
tienen gusto a cobre oxidado.
Es imposible digerirlas con tu boca cerca, amándome descaradamente.
Es un instante, en el que no puedo besarte más,
se me dilata la lengua;
no puedo parar de vomitar.
Caen una a una las rimas,
como un bloque de metal se asotan contra el silencio
con un ruido tan ensordecedor como abrillantado.
Antes de que partieras,
y que naufragaras en mi cintura todas las noches,
de mi columna florecían cuadernos en blanco,
de mis dedos germinaban plumas, y en mis ojos
lagrimeba la tinta con la que te insistí tanto para que vengas.
Ahora que estás aquí,
el amanecer me visita todas las noches,
no tengo que esperar a que sea primavera
para sentir el aroma del jazmín en las brisas.
Ahora que estás aquí,
no es necesario invocar al amor,
vistiéndome de poesía.
Estoy rodeada todo el tiempo de los versos de los que antes luchaba por liberarme. Ahora me acarician,
porque tienen el color de tus manos. Por que saben a madre selva, fértil de la virginidad de la felicidad que se atropella para estrellarse contra mi cuerpo.
¿Quién diría que los puentes una vez de haber concretado el encuentro que les da la vida, se destruirían, y se desmoronarían en una montonera de palomas mensajeras que no saben qué decir, porque no hay palabra que sea capaz de adecuarse a todo lo que necesita ser dicho?
Se hizo camino de arena la sintaxis con la que describía el acto sexual en el que tomabas mi corazón con las manos y lo acobijabas con tus alas.
Tus ojos recitan ahora mis poemas desesperados de búsqueda.
Tu espalda se refugia en la ficción de lo que todavía no puede ser dicho, pero tampoco negado.
No es que tenga miedo de haberme vuelto incapaz de crear versos en función de ésta humanidad, en vilo de ésta felicidad, en búsqueda de la revolución. Es imposible temerle a no saber gestar creación. Porque ahora cuento con la conexión de tu mirada, que no sé cómo, aprendió a recitarle a mi agitada alma los únicos versos que saben calmarla, cuando no puedo hacer que confíe en mí.
Supiste reproducir el germen de libertad acumulada en mi humanidad, con tu danza torpe que te traslada tan seguro en el combate al que nos abrimos, fieles a la siembra en los terrenos erógenos del otro.
Tus piernas ahora echan viento, porque bailan junto a las mías que les cantan.
¿Quién diría que serías el amanecer que me sorprendería por no extinguirse nunca?