miércoles, 28 de julio de 2010

Su majestad


Su majestad, sentada en el altar, con corona de lata, tapado de trapo, y un dedo de hierro para dar ordenes.
Triste vida.
Oscura poesía dilatada entre licores de limón, bañada de lágrimas de dolor. Sin felicidad.

La luz del exterior, traída por la ventana, le golpeaba en la cara. La invitaba a viajar. A la libertad, quizás.
Dudaba tanto esa mujer. Nunca se supo si sabía su nombre en cuestión. Las dudas matan, le dijeron. Y de ahí en más, nunca se calló.

No juraba por nada más que florecer ante los ojos de quien se habia enamorado aquella vez. Ante esos ojos azules, y ese claro y ondulado cabello. Que la llamaba a enredarse en él.

¿Qué otra cosa podía hacer?

Nadie justifica sus actos.
Pero cuando entré a la habitación, vi el espectáculo de piernas que siempre uno imagina e idea en lo más profundo de sus fantasías. Cerré la puerta de golpe. Era demasiado para mí, yo era un simple bufón. Al instante, salió corriendo ella con sus vestidos entre las manos, y volteó su rostro y me sonrió, feliz. Dejaba pétalos de rosas en su andar... el iba detrás, persiguiéndola, recogiéndolas.

A esa mirada y a esa expresión no la olvidé desde que la vi. La hija del dolor me sonreía, con la perfección que un rostro puede proyectar y confesar así, la felicidad inmune de un sueño soñado, armado, creado, pensado e ideado, pero al fín, como su rostro dejaba en claro: cumplido.

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