jueves, 29 de julio de 2010


Esa suspicacia que tenia al dialogar, al negociar con el demonio.

Era asqueante verlo andar, regocijándoce del poder robado a las hadas.

Manipulando el monopolio de su corazón, negro. Muerto.

Decía, que no había manera de hacerlo volver a vivir. Latir... tal vez.

Decía... no creo que alguna vez haya poseído vida ese trozo de carne duro, y gris.


Antes, lo besaba, y algo en él se despertaba.

Sus labios se mojaban, estrujándose en el sabor, de áquel beso salvador.

Las manos cobraban la magia, que apagada vivía en los duros dedos de plata.

Se posaban en mi cintura, joven, delgada, deseada. Y avanzaban torpemente.


Veía tanto hombre allí. Tanto salvajismo virgen de libertad, de campo para expresarse, para vivir.

Para demostrar lo que eran. Y a veces, no era más que un frío espectro.

Nunca supe si vió algo en mí.

Nunca supe si vió.

Y ahora sospecho, que no solo su alma era ciega.

Había más ceguera de lo habitual en las criaturas oscuras, del inframundo.

Y me perdió, danzando en sus rituales, para revivir aquella diosa, que vio en sueños alguna vez.

Me perdió, y yo seguí con mis volteretas en la poesía, tratándo de buscarle una cura a esa herida mortal,que era su existencia, atada a mis sentimientos.

Lo intenté.

Pero la esperanza no moría, siempre tuve fé de que sus ojos vieran, y tubieran la certeza, de que aquella diosa del amor, ya lo amaba, y estaba a su lado. Tomándolo de la mano de dedos de plata. Hasta que él la dejó ir. Hasta que el me dejó ir.


No pude curar su ambición.

Su ceguera era mortal.

Ya me ven, muerta.

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